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Diferencias culturales

Cuando comenzaron los bombardeos sobre Afganistán fue creciendo el malestar del público de los países occidentales ante las noticias sobre víctimas civiles. Incluso en Estados Unidos, quizá el único país que por razones obvias estaba claramente a favor de tales ataques para detener a Bin Laden y acabar con el régimen talibán, ese malestar se manifestó en la forma de críticas a la eficacia y la efectividad de la estrategia militar. No es nada nuevo: tanto en Bosnia como en Kosovo, y antes en la guerra del Golfo, la información sobre las víctimas inocentes fue el principal argumento contra la intervención, incluso si existía previamente un consenso sobre su necesidad.

Es evidente el contraste con lo que sucedió en los países musulmanes tras los ataques del 11 de septiembre. Incluso si admitimos que muchos buenos creyentes rechazaron aquellos actos como contrarios al islam, parece cierto que hubo fuertes reacciones de júbilo ante la muerte de miles de inocentes, considerados enemigos por el hecho de ser ciudadanos de Estados Unidos. Esto nos resulta tan escandaloso que estuvimos dispuestos a aceptar el rumor de que el vídeo en el que manifestaba su alegría una pequeña multitud de palestinos, muchos de ellos niños, era una manipulación de la CNN. Preferimos pensar que se nos engaña a que pueda existir una cultura del odio tan arraigada.

También es llamativo el razonamiento de los musulmanes para rechazar los bombardeos: no se puede aceptar el ataque a un país musulmán, independientemente de las acciones de sus gobernantes, o, mejor dicho, ese ataque es intolerable cuando procede de un país infiel, con el que los demás países musulmanes no pueden hacer causa común. La división entre creyentes y no creyentes está por encima no sólo del concepto de una humanidad común, sino de la idea de una justicia que vale para todos. Sobre este terreno se mueve Bin Laden en sus vídeos para Al Yasira. También refuerza su llamamiento a la guerra con denuncias de la doble moral de los cruzados, pero no ha negado su participación en los hechos del 11 de septiembre ni los ha condenado. Da por descontado que contra los infieles cualquier castigo es válido: en ese aspecto, ciertamente, él sólo posee una vara de medir.

En la pasada década se extendió en los medios académicos anglosajones el multiculturalismo, la afirmación de que no existen valores comunes que permitan comparar entre sí las diferentes culturas. En la forma más caricaturesca de este razonamiento, no se puede sostener que las teorías científicas sobre el origen del hombre sean superiores o más verosímiles que los mitos indígenas o religiosos sobre su formación o creación a partir del barro. (Los fundamentalistas cristianos, por cierto, han utilizado un argumento multiculturalista, aun sin saberlo, al pedir que en las escuelas se enseñe el creacionismo apoyado en la Biblia.)

Durante estos años el multiculturalismo ha gozado de cierta legitimidad por ser la otra cara de la política de la identidad: los grupos marginados o subalternos necesitan afirmar su identidad a fin de estar en igualdad de condiciones con la sociedad dominante. En su libro La sociedad multiétnica, Giovanni Sartori ha tratado de mostrar que el multiculturalismo es incompatible con el pluralismo liberal, a diferencia de las medidas de acción (o discriminación) positiva, pero lo cierto es que en la buena conciencia de los universitarios e intelectuales progresistas, en Estados Unidos y Gran Bretaña, esos matices han quedado a menudo relegados ante el fin superior de garantizar la igualdad de oportunidades.

Es posible que el actual conflicto someta al multiculturalismo a una crítica notablemente más radical que la del panfleto de Sartori. Ahora hay que decidir si es mejor estremecerse ante la muerte de un solo niño en Afganistán (o en Gaza) que festejar la muerte de miles de infieles en Nueva York, y no parece fácil llegar a un compromiso. Pero de la misma forma puede que el tajante discurso de Sartori sobre la imposibilidad de entenderse con otras culturas que no comparten los valores occidentales haya encontrado una espléndida reducción al absurdo en la orgullosa afirmación por Berlusconi de la superioridad de la civilización occidental. Si algo hay que pueda encrespar el delicado sistema nervioso del profesor Sartori más que las ideas multiculturalistas, probablemente sea la posibilidad de verse convertido en autor de cabecera de il cavaliere.

La explicación más usual de la belicosidad del fundamentalismo islámico lo relaciona con la frustración de los experimentos de modernización de las sociedades musulmanas. Puede que sea así, aunque este razonamiento es peligroso desde el momento en que se le puede muy bien dar la vuelta y explicar el fundamentalismo religioso (en cualquier sociedad) como respuesta a la modernización. La cuestión crucial es saber si hay alguna razón para pensar que el islam es incompatible con la modernidad o si, simplemente, el problema es que por alguna razón las sociedades musulmanas están viviendo con retraso el proceso de modernización económica y social que ya han experimentado las sociedades cristianas o confucionistas. Conviene recordar que hace muy pocos años se hablaba completamente en serio de que estas últimas no podían asimilar los valores occidentales.

Es bastante obvio que la tardía desaparición del imperio otomano mantuvo a muchas de las sociedades musulmanas fuera de la historia occidental. También parece evidente que la propia Turquía ha evolucionado más hacia la modernidad que otros países de esa área, lo que puede indicar que el islam no es incompatible con la democracia o el capitalismo. Si sobrevivimos a esta primera guerra del nuevo siglo, entonces no sería extraño que tras el fundamentalismo de hoy viéramos el auge de interpretaciones del islam más compatibles con nuestros valores. Si los precedentes sirven de algo, se diría que tras 22 años de régimen fundamentalista en Irán la sociedad de aquel país, y en particular los jóvenes, preferirían ya algo más relajado.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC.

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